jueves, 19 de mayo de 2011

Huérfanos de revistas literarias


Desde el principio de la prensa, la literatura y las revistas literarias han ido de la mano. Antes que las revistas, fueron los diarios y folletines. Pero en el siglo XX las revistas especializadas dieron cabida a los movimientos y autores más importantes de la literatura contemporánea.

Si has intentado buscar alguna revista literaria últimamente por los quioscos españoles te habrás encontrado con una sequia espectacular.

En primer lugar, cabe distinguir entre revistas literarias y publicaciones en torno al mercado o el sector de los libreros. En estas dos coordenadas, encontramos una de las más vendidas, Qué leer y De libros, respectivamente.

Después, dentro del grupo de las revistas especializadas se inscriben unas que, en su origen trataban sobre todo o únicamente de literatura, y ahora tratan muchos otros temas. Incluso se da la circunstancia de que el apartado sobre libros y autores no destaca sobremanera. Ejemplos: Revista de libros, excepcional por otro lado; Revista de Occidente, Ínsula, etc.

Actualmente son pocas las revistas que se limitan a hablarnos del mundo de las letras. Destaca Leer, a medio camino entre el cariz puramente informativo de Qué leer, y una profundidad intelectual.

Caso aparte es el de la revista Quimera. Hace unos años era un referente absoluto en el mundo hispano. Desde que cambió de dirección, y no voy a entrar en acusaciones ni polémicas, su orientación giró en torno a las tendencias del mundo hispanoamericano. Una opción tan válida como cualquier otra pero que supuso un progresivo alejamiento del lector español. De todas maneras, ese golpe de timón atrajo una serie de descuidos en cuanto a maquetación, corrección ortotipográfica, actualidad de las críticas, etc. que rebajó mucho la calidad de la publicación. El colmo del asunto vino cuando su director decidió escribir un número por sí mismo y colarlo como un número más, con múltiples voces.

La realidad es que la realidad imperante, la de la política de mercado puro y duro, ha puesto más difícil si cabe la existencia de revistas literarias independientes. Lo fácil sería achacárselo a Internet, pero esta teoría cae por su propia peso por la ausencia de un referente claro en forma de página web.

Son malos tiempos, pues, para el deleite literario, su estudio, análisis y reflexión. La literatura de consumo masivo lo invade todo e incluso el viejo y discutido canon se empieza a tambalear, de manera que la presión mediática y los mercenarios de la pluma ponen y quitan santos con suma rapidez.

Sólo hay que pasearse por los suplementos culturales de los periódicos españoles. Poco rentables, aunque no excesivamente caros, si se mantienen es porque cada grupo informativo tienen conexiones con algún grupo editorial. Por eso, no es de extrañar que en El País proliferen los títulos de Alfagura y en El Periódico, los de Grupo Zeta, por citar dos ejemplos.

¿El futuro? Mientras la gente lea poco y se deje llevar por las listas de los más vendidos de El corte inglés, las revistas literarias tienen poco qué decir, a no ser que cuenten con un mecenazgo considerable, como ocurre con Caja Madrid y Revista de libros, que aunque no es estrictamente literaria, me parece de lo mejorcito que se edita hoy en día en español.

Si quieres echarle un vistazo a las revistas literarias agrupadas en torno a la Asociación de revistas culturales ARCE visita este enlace.

martes, 25 de enero de 2011

Speed gamer

Daniel no puede dejar de mover las piernas y, a pesar de que las oculta bajo el mantel rojo de la larga mesa; la silla y, por tanto él mismo, se tambalean de forma arrítmica. El número uno, el que le han asignado, también se balancea sobre su peana de cartón blanco. Muy inquieto, mira a su izquierda, a lo largo de la extensa mesa, y ve un buen número de chicos expectantes, como él. Todos tienen en frente una silla vacía. ¿Dónde están las chicas?

Por un momento se imagina que se ha equivocado de lugar y que se trata de una cita gay. El bar, aunque nunca ha ido, no está en una zona de ambiente de Barcelona, pero ¿se supone que debe hablar con todos esos hombres? De repente, sale una joven muy guapa y delgada de entre la gente que abarrota el pasillo de acceso a la sala del bar. La chica se sube a una plataforma de unos cinco metros por siete, donde se supone que baila la gente al ritmo maquinal de la música discotequera. Ella agarra un micrófono y se pone a hablar. Daniel se siente como en un programa de televisión y sólo se calma un poco cuando la relaciones públicas da paso a siete chicas que se sitúan de pie enfrente de los hombres sentados.

Realiza un barrido rápido por entre las chicas. Hay algunas verdaderamente guapas. Ahora se arrepiente de no haberle contado a nadie que se había apuntado a una cita a ciegas desde Internet. Está animado: tendrá ocasión de conocerlas a todos durante siete minutos e incluso podrá anotar lo que le parezca en la libreta que le han puesto junto a la hoja de inscripción. Daniel se fija en una de ellas, la tercera de la fila. Es guapa, pero sin caer en la provocación, como a él le gustan. De pronto, la relaciones públicas anuncia que la cuenta atrás empezará en tres segundos y, como si estuviese en un sueño, la chica que más le gusta se sienta enfrente de él.
Ella deja su libreta y el bolígrafo en la mesa. Un camarero la atiende mientras Daniel espera ansioso a poder hablar. En cuanto ella pide su coca—cola, dispara su primera pregunta.

—¿Qué aficiones tienes?
—Hola por lo menos, ¿no? Ni que fuera una carrera —el reproche y la sonrisa combinan bien, además la voz de Sonia, como pone en su credencial, suena a verdad y a simpatía.
—Perdona, es mi primera vez. Lo de los siete minutos me pone un poco nervioso.
—También es mi primera vez, ¿o te crees que estoy cada viernes haciendo speed—dating? —replica ella sin dejar de sonreír.
—Vale, empiezo de nuevo. Hola, me llamo Daniel —mira un segundo su credencial sujeta a un clip en la camisa y observa que ella sonríe—, sí, tal y como pone aquí. ¿Y tú?
—Bien... yo me llamo Sonia... y soy de Barcelona... y me gusta Internet y la aventura... Por eso estoy aquí... supongo.
—Yo vengo de Mataró, aquí al lado, y lo que más me gusta, aparte de Internet, son los videojuegos.
—¿La Wii, por ejemplo? —pregunta sin mucho interés.
—Ejem, yo hablo de videojuegos en plan serio. A lo hardcore. Vamos, que soy un gamer. Un pcgamer.
—¿De ésos que se pasan todo el día delante de la consola? —arruga el morro, pero Daniel no capta las señales. Es más, coge carrerilla.
—No, no. La consola la tengo sólo para probar las diferencias entre algunos juegos multiplataformas.
—Multiplataformas...
—Sí, claro, calidad de texturas, rendimiento de los gráficos, etc. A veces escribo en Internet sobre los juegos que voy pillando. Además, soy un cheater anti—cheats bastante respetado en el mundillo online.
—Se ve que eres todo un experto —corta por lo sano—. ¿Y aparte de los videojuegos? ¿Qué más te gusta?
—Pues la verdad es que jugar casi a nivel profesional ya me quita mucho tiempo. Supongo que lo normal: ir al cine, salir de marcha, ver algún partido...
—Ah, pues muy interesante, Daniel. Ya nos iremos conociendo por la web, ¿no? —la chica se acaba de beber la coca—cola y hace ademán de levantarse.
—¿Ya está? Todavía quedan cuatro minutos. Cuéntame cosas de ti, que no te he dejado hablar.
—Mira, es que, la verdad, no creo que merezca la pena seguir.
—¿Y eso? ¿Te ha molestado algo de lo que he dicho?
—Más bien es culpa mía. El caso es que no me gustan los videojuegos. No te lo tendría que contar, y menos en una primera cita, pero no me llevo demasiado bien con mi padre. El cabrón lleva años haciéndole el vacío a mi madre y, en parte, porque cada noche se pone a jugar con su ordenador y no deja que nadie le moleste. Ahora le acaban de echar del trabajo y mi madre y yo creemos que es porque siempre se acuesta tardísimo.
—¿Y a qué juega? ¿Lo sabes?
—Al World of Warcraft o alguna mierda así.
—Es normal entonces que le dedique tanto tiempo.
—¿Normal? Bueno, será mejor que me vaya preparando para el próximo...
—Espera, dime su nick en el juego.
—No, déjalo. Ya está bien: este tema me cansa.
—Piensa. Seguro que has visto el nick sobre su personaje, en la pantalla.
—De acuerdo, pero lo dejamos ya, ¿vale? Es Thor62.
—Perfecto.

Sonia le dedica una mueca de despedida unos segundos antes de que la relaciones públicas anuncie que han pasado los siete minutos. En cuanto llega la nueva chica, Daniel está ausente. En su mente se agolpan las miles de maneras de putear al padre de Sonia. Lo castigará con tanta severidad que nunca más volverá a tocar el World of Warcraft ni ningún otro videojuego. De hecho, llega a la conclusión de que los videojuegos son un arma de doble filo, casi dinamita pura, en según qué manos.

La nueva chica ya se ha sentado. Se llama Elena y mira extrañada a Daniel porque tiene los ojos cerrados y sonríe al mismo tiempo. Sin embargo, ella no se atreve a decirle nada. Por fortuna, poco después de que el camarero le traiga la bebida que se había dejado olvidada, Elena ve que Daniel abre los ojos y esta a punto de decirle algo, como si acabara de sintonizar con la realidad. Es el chico que más le gusta de todos los que ha visto en la cita. Así, a primera vista. Ahora que lo ve mirándola fíjamente no puede resistirse más y toma la iniciativa.

—Hola, soy Elena, trabajo en una farmacia, ¿qué es lo que te gusta hacer, Daniel?
—Encantado, Elena —Daniel se levanta y a Elena le gusta que se den dos besos en las mejillas como en las citas reales—. Lo que más me gusta es viajar, pasear, ir al teatro, hacer deporte... Lo normal, supongo...

Elena se queda pensativa, encantada con la imagen que se acaba de recrear de ella y Daniel paseando por el parque, y por eso no ve cómo Daniel arranca la hoja donde había escrito Thor62, la arruga, la convierte en una bola y la lanza disimuladamente al suelo.

martes, 11 de enero de 2011

Premonición de un aullido

Estando en clase, muy tranquilo, se me ocurrió que sería una pena que nadie aprovechara que la puerta del aula estaba entreabierta para asomar la cabeza y sorprender al profesor con un grito cavernícola.

Había empezado una nueva vida: nueva ciudad, nuevo trabajo, nuevos estudios en la universidad, nueva pareja y nuevo tratamiento para la ansiedad.

De mi vida anterior no recordaba apenas nada. La casa de mis padres, dos amigos y poco más. Todo estaba bien, hasta que ELLA me envió un mensaje por el móvil: “Aullarás, pero apenas te saldrá un ladrido de chihuahua, y el pitbull te destrozará el cráneo de un mordisco”. Primero me sobresalté: ¿cómo había conseguido mi nuevo número? Luego, me reí por dentro. Menuda estupidez de maldición, pensé. Y creí que no me afectaría, pero poco a poco empecé a mover la pierna con un ritmo nervioso. Bostecé tres veces en la cara del profesor y me refugié en la pantalla de mi miniordenador. Pensé que me calmaría, pero no pude.

Fue como un relámpago. El señor catedrático hablaba de Cortázar y de la antinovela de Macedonio Fernández, que no conocía y sigo sin conocer. Yo estaba tranquilo de la manera de la que las piedras posan relajadas sobre la arena y permanecen así días y días bajo el sol o la fría luna.

Me veo a mí mismo como un lagarto con un ordenador portátil por el que apuesto con dinero real en deportes virtuales y con una libreta al lado para disimular que de tanto en tanto tomo apuntes.

Antes del flash, me he preguntado varias veces por qué narices no me he quedado en el bar con los demás hablando de idioteces o por qué no he cogido el camino a casa donde me espera unos labios nuevos.

El caso es que después me calmé al arrullo con acento sudamericano de no sé qué teorías de la literatura, y me mantuve en el limbo de los minutos largos en forma de retahíla de teorías sobre Rayuela.

Llegado el momento del relámpago, que explotó en la tarde de invierno, se me alteró el ánimo. ¿Cómo leches podía estar allí sentado tragándome el rollo de la literatura fantástica y dejar pasar la emoción de un momento de locura?

Por eso me levanté, recogí mis cosas y aproveché que el profesor seguía con su cháchara para salir del aula sin que apenas me vieran dos o tres chicas muy guapas a las que nunca perdía de vista ni siquiera en las circunstancias en las que quería pasar desapercibido.

Luego, esperé sentado en el amplio espacio rectangular junto a varias puertas cerradas donde se perpetraban algunas clases seguramente a pesar de que ya no entraba ni un hilo de luz por el fondo de la escalera.

Cuando creí que era el momento, entré de golpe en la clase y solté un aullido, pero apenas salió un gritito de eunuco acomplejado. Creo que capté la atención de los alumnos durante cinco segundos. El profesor hizo como si no me viese y continuó a la suya. Luego, el muy animal me suspendió la asignatura. Como consecuencia, me retiraron la beca. Después, caí en una depresión por la que me despidieron del trabajo y los días se hicieron demasiado tensos hasta que una tarde, sin saber por qué, el perro de mi novia me atacó y le tuve que romper la cabeza con las patas de una silla. Pobre caniche mío, lloró ella nada más ver el canicidio. Antes de dejarme por maltratador, me llamó muchas cosas horribles, entre ellas, pitbull.

Aquella misma noche llamé a casa de mis padres con la intención de volver, pero pese a mi insistencia no conseguí que me reconocieran.

lunes, 10 de enero de 2011

Ortodoncia para un vampiro

—¿En qué se diferencia un vampiro de un humano? —preguntó el profesor de aspecto joven aunque pálido como la cera al grupo heterogéneo que se concentraba entre la segunda y la sexta grada.

Nadie se atrevió a contestar porque don Mohammed se ensañaba con los que erraban el tiro. Armand ni siquiera escuchó la pregunta. De hecho, le complacía más mirar la calle con su apretado tráfico y los humanos yendo y viniendo, ajenos a aquel viejo edificio, el bastión de las nuevas generaciones de vampiros.

Caroline miraba con los ojos como platos a don Mohammed, que no toleraba las distracciones entre sus alumnos. Ella estaba convencida de el profesor arremetería contra Armand y por eso le dio un codazo que lo devolvió a la realidad.

—Ahora que ya ha meditado durante un buen rato sobre la cuestión, ¿sería tan amable de compartir sus reflexiones con el resto? —inquirió don Mohammed.

Armand miró extrañado al profesor. Se sintió observado por toda la clase. Caroline lamentó con un gesto que el chaval pasara por aquel trago, pero forzando una sonrisa también le dijo que se lo había buscado.

—Diferencia entre vampiros y humanos —le susurró la chica tapándose la boca con el libro.
—Gracias señorita —exclamó el profesor para que ella se sonrosara al instante—. Y bien, señor Armand, ¿me va a responder a la pregunta o preferiría visitar un colegio de humanos?
—No, señor —titubeó Armand ante el asombro general de la clase. Don Mohammed le miró como si fuera capaz de atravesarlo—. Quiero decir que sí, que le respondo: no lo sé.
Un oh de admiración envolvió el aula.
—Buena respuesta. La típica de un... —se tomó su tiempo. Todos los alumnos esperaron en silencio— impostor. Un cobarde impostor que se mezcla entre los jóvenes para hacernos perder el tiempo.

Los ojos de Armand se iluminaron como un cometa a punto de estrellarse contra una estrella. De repente abrió la mandíbula y mostró unos brackets de acero oxidados, emitió un grito muy agudo, y con furia, levantó su bandolera de la correa, se levantó y se abrió paso entre sus compañeros hasta salir por la puerta.

Caroline observó a don Mohammed que, impasible en mitad de su estrado, se limitó a observar cómo el avergonzado Armand abandonaba la clase dando un portazo. Incluso se permitió un gesto irónico con los labios muy juntos, listos para emitir un silbido, destacando así el enfado descomunal del chico que ya marchaba por el pasillo. Los alumnos esperaron una reacción de Mohammed y ésta llego enseguida.

El profesor se sentó en el borde de la mesa, con los pies colgando en el filo de la línea divisoria de la tarima.

—Algunos vampiros simplemente no aceptan lo que son, y a pesar de parecer jóvenes, llevan muchos años postergando su entrada en la madurez.
—¿Cómo lo supo profesor? ¿Telepatía? —preguntó al mismo tiempo que alzaba la mano el chico ghanés de la segunda fila.
—No fue necesario. Mirar el sol directamente no es una actitud muy sensata entre los vampiros.
—Pero no te mueres si lo miras ni nada de eso —replicó una chica coreana en la fila de detrás.
—A estas alturas del curso ya sabemos eso, y que los crucifijos no nos afectan ni es necesario dormir durante el día ni se nos mata con estacas como tampoco odiamos el ajo, etc. Sin embargo, exponerse a la luz del día y no beber sangre nos debilita. Recordad que estamos muertos. Y tampoco se está tan mal, a no ser que sean tan cobardes como Armand.

Caroline se levantó de su asiento con un estrépito que hizo que todo el mundo girara la cabeza hacia ella.

—Es por los brackets, estúpido sabelotodo.

Y se marchó sin que el profesor pudiera retenerla. Cuando salió al jardín ensombrecido por los cipreses que rodeaban el antiguo claustro antes del pórtico de entrada al edificio que albergaba el colegio, vio a Armand sentado en el suelo mirando el estanque verdusco.

Caroline se sentó junto a él, tiró de una de las patillas de las gafas oscuras del chico que asomaban de un bolsillo de la chaqueta y se las puso.
Ella también se puso sus gafas de sol.

—Así estaremos mejor.
—¿Qué ha dicho el profesor?
—Un rollo sobre la falta de madurez. Se cree que tienes ciento cincuenta años como él.
—Ojalá. Sólo hace seis meses que me mordieron.
—Ya lo sé. No te preocupes, es un gilipollas.
Él no confirmó el comentario. Parecía absorto en el estanque. Caroline vio cómo le temblaban las manos. De repente, Armand se giró y la miró a los ojos.
—Digo yo que si nos podemos transformar en animales, podrán quitarme los brackets, ¿no?
—¿Piensas ir dando mordiscos por ahí?
—No, si lo pensara, no vendría a este colegio.
—Solucionaremos lo de los brackets —dijo ella con convicción.

El chico asintió con la cabeza. A Caroline le pareció que tenía unos ojos preciosos, incluso para estar muerto. Más calmado, Armand fijó la vista en los peces rojos que se dejaban ver por entre las oscuras aguas del estanque. Caroline lo vio sonreir durante un instante. Ella también sonrió. Por un momento, se sintió protegida por aquellas columnas de piedra y cuando vertió las primeras lágrimas tras los cristales de las gafas sonrió de nuevo: si podía llorar, no estaba tan muerta.

Staring at the Sun

I'm not the only one
Staring at the sun
Afraid of what you'll find
If you took a look inside
I'm not just deaf and dumb
Staring at the sun
Not the only one
Who's happy to go blind

(Extracto del tema “Staring at the Sun” compuesto por David Evans, Adam Clayton, Larry Mullen and Paul Hewson: U—2)


Fueron varios fogonazos. Luego, se hizo la oscuridad. Desde el momento en el que Nuria ahogó un grito emitiendo un sonido aún más espeluznante; desde que me apretó la mano con fuerza; desde el instante en el que cerró los ojos y los abrió con mucha rapidez como si quisiera verificar que era cierto, que se había quedado ciega... desde entonces supe que no volveríamos a ver nunca más el sol.

Cierto es que tendríamos que habernos conformado con la imitación perfecta del astro que asomaba en el horizonte plano, sobre la montaña falsa y el mar electrónico. También sabíamos que no deberíamos haber traspasado los límites de la ciudad bajo la cúpula que un día idearon los humanos para preservar la especie.

Sin embargo, la seguí, porque sabía que si la retenía, la perdería para siempre. La panorámica desde la terraza parecía haber calmado las ganas de escapar de esta realidad forzada. Unos cuantos edificios tras el parque inmenso, y por detrás la montaña y el mar. El sol estaba fijo en el centro de la cúpula. Todos habíamos oído hablar de que los antiguos veían como el verdadero sol despertaba tímidamente por el este y se iba hundiendo en la tierra lejana por el oeste. Sin embargo, debieron pensar que era más práctico colocarlo en el centro e irle restando intensidad a lo largo del día, siempre de 18 horas.

Nos habían alertado desde pequeños del peligro de salir fuera, pero ¿cómo no tomarse esta alerta como un reclamo? A decir verdad, los dos necesitábamos huir del día a día, aunque fuera un par de horas. Desde hacía meses todo iba demasiado bien, hasta que una tarde, después de condenar a mi primer cliente a muerte, encontré a Nuria llorando. Le pregunté qué le ocurría, pero no me quiso responder. Tuve que insistir mucho hasta que un domingo, planificado para ella, me confesó, en mitad de una función de ballet, que se sentía hueca por dentro.

A partir de aquel momento, todos mis intentos de animarla fueron en vano. Jamás se mostró desagradable conmigo, pero cada vez que la escuchaba sollozar desde mi despacho, me iba desgarrando por dentro.

Antes de salir, le pedí a Nuria que se protegiera bien con las lentes del 12 y me prometió que así lo haría. Ni se me pasó por la cabeza que ella pudiera arrancarse las gafas y mirar directamente al sol.

Pude haberlo intuido la noche anterior. De nuevo, el insomnio. A las tres de la mañana, Nuria encendió la luz y se incorporó en la cama hasta apoyar su espalda contra la almohada y me preguntó, como siempre que quería hablar, si estaba dormido.
Le respondí que no. Le podría haber dicho cualquier cosa, y ella empezó a hablar de la belleza que contendría ese cielo enfermo que nos habían prohibido durante toda nuestra vida.

Yo me dormí y soñé que íbamos los dos de la mano al desierto, que caminábamos ajenos a la prohibición y que en el firmamento estallaban decenas de astros justo en el momento en el que nos alejábamos y conseguíamos vislumbrar el mar.

No le dije nada sobre el sueño cuando me desperté y comprobé que ella ya andaba trajinando por la casa. Tampoco miré el reloj y pensé que era hora de prepararse para recibir a los delincuentes. Me duché en seco, porque no me sentía con fuerzas de pasar por debajo del chorro helado, y me vestí enseguida. Al pasar por la cocina para darle un bocado a una barra de energía, la vi a ella con la luz artificial de la gran cúpula al fondo. Estaba a punto de amanecer.

—Es el momento, ahora bajan la guardia.
—Pero... —mascullé sin acertar a protestar siquiera.
—Sí, me haces muy feliz —y se lo vi en los ojos cuando me besó en los labios con ese perfume frutal que ya casi había olvidado.
Emocionado por su repentino cambio de ánimo, la seguí y resultó que tenía la huida mejor planificada de lo que habría imaginado. No tuvimos el menor problema para colarnos por entre las vías del trolebús.

La vegetación húmeda se fue apagando de forma muy rápida hasta que el aire cambió de textura. Era como respirar junto a la chimenea eléctrica. Sin embargo, la sensación me gustaba. Si no fuera por la quemazón en la cabeza e incluso los dedos de las manos, no me habría dado cuenta de que aquel paseo podría terminar con nuestras vidas tal y como las habíamos conocido.

Estaba tan absorto en imaginarme cómo sería aquel yermo sin el verde oscuro de las gafas que no me di cuenta del momento en el que ella se retiró la protección y miró el sol directamente. Debieron de ser, en cualquier caso, muy pocos segundos. Fue un milagro que no se desmayara por el dolor. En cuanto apretó la mano con fuerza, la miré y la sorprendí colocándose de nuevo las gafas con los ojos cerrados.

—¿Qué ha pasado? ¿Cómo te encuentras?
—Mejor que nunca, amor.

Por esta respuesta y por su sonrisa nítida me quité las gafas. Aproveché la dificultad para caminar por la arena, para detenerme en seco, hundiendo los pies cuanto pude. Sentí cierto alivio al hurgar en las capas más frías de la extensa duna. Entonces, alcé la vista. No era lo que me esperaba: una masa negra sanguinolenta. Luego, perdí la visión. Miles de agujas se clavaron en mi retina. Sin embargo, me aguanté el grito y no quise estropear el único momento en mucho tiempo en el que Nuria parecía feliz. Me puse las gafas de nuevo y continuamos sin rumbo.
Seguimos caminando todo el día hasta que el sonido de las olas del mar nos trajo una brisa fresca que nos hizo detenernos. Nos despojamos de las gafas. El sol negro se hundía en alta mar. Ella estaba sonriendo, seguro, y aunque no pudiera verlo, era todo lo que deseaba antes del inicio de aquel extraño viaje.

lunes, 22 de febrero de 2010

Gracias a Gila

Éramos tres o cuatro cómicos, en concreto, Gila, Luis Piedrahita y yo. Luego llegó Carlo Mô, que por aquella época tenía pelo y se esforzaba por parecer un adolescente anormal, aunque ni tenía problemas de identidad ni se medía el pene ante el espejo ni nada parecido. Sin embargo lo acogimos en nuestro seno. Sobre todo Gila, que por entonces estaba muy gordo, y tenía tetas para todos. Qué a gusto se estaba entre sus ubres. Además, nos cobraba poco. A cambio, nosotros le pedíamos chistes. Así pasábamos las tardes de verano, en la playa de San Xenxo, haciendo cosas de cómicos.
Un día llegó Gila tarde. Algo extraño, porque según él se regía por el ritmo de las mareas. Luego nos explicó que alguien había cambiado los muebles de sitio de su apartamento. Carlo Mô no dijo ni pío, pero estoy seguro de que fue una de sus jugarretas. Nosotros las llamábamos putadas. Él las llamaba bromas. Piedrahita no se preocupó por el incidente. De todas maneras, nadie le preguntaba porque tenía, y tiene, la costumbre de expresarse mediante monólogos, y a veces nos tenía hasta que no quedaba playa ni nada, y no queríamos ser pasto de las olas. Como si las olas pastasen.

El caso es que Gila llegó preocupado, pero no por el cambio de los muebles de sitio, que a fin de cuentas podía haber la lógica consecuencia de juntar ruedas, muebles y gravedad en un mismo apartamento. Estaba serio porque no se le ocurría qué chiste contarle a Fraga.

Todos menos Piedrahita que ya estaba soltando uno de sus monólogos a un par de niños, el de las pilas de petaca, nos pusimos a pensar. Todos era yo solo, porque Carlo Mô ya estaba tramando alguna putada nueva. Luego contaré cuál.

De repente, es un decir porque me estaba dando el sol desde las diez de la mañana y ya habían encendido las farolas, se me encendió una luz en la cabeza. Sin pensarlo más que a la primera, se me ocurrió que Gila podría proponerle a Fraga un sucesor.

El maestro me escuchó con atención. Yo le pedí que no pusiera cara de espectador porque sólo sabía el final del chiste. A él le pareció mejor eso que nada. Me preguntó, bastante nervioso, que cómo acababa el chiste. Y yo le respondí: que se busque uno bajito, con la raya a un lado y un bigotito birrioso.

En ese momento Carlo Mô me demostró su aprecio descojonándose de risa. Piedrahita hablaba con una colchoneta. Gila me miró enfadado y me soltó:
—¿Te estás cachondeando de mí? Vale que me hayas cambiado los muebles de sitio, pero esto es demasiado... ¿Cómo quieres que le diga eso a Fraga?

De verdad que me indigné. Carlo Mô volvió a reirse como una bestia. La situación me pareció de lo más tensa, me levanté y le dije a Gila con un tono profético:
—Que sepas, maestro, que el mundo acaba de perder un gran cómico.

Tampoco me fui muy lejos, dos toallas más atrás con Luis. Éste, en lugar de seguir con el monólogo, se cabreó bastante porque le estaba induciendo a que creara un diálogo.
—Nada más lejos —le repliqué.
—Nada tú si quieres, estúpido.
—Si nadamos los dos, sería un diálogo de besugos —le dije con ánimo de replantar la alegría, pero no pudo ser.

En definitiva, cada cual acabó por su cuenta el verano. Carlo Mô siguió con sus cabronadas. Gila se dedicó a pescar con políticos y Piedrahita empezó a esculpir personajes en la arena para luego poder contarles sus monólogos.

Yo ya me olvidé de ser cómico y tuve la desgracia de pasar los dos meses siguientes de vacaciones tomando el sol, bebiendo cocktails y conociendo chicas guapas.
Para colmo, me abandoné a ese ritmo repetitivo y cada verano seguí haciendo lo mismo, pero en lugares diferentes. Marcos de incomparable dramatismo como Copacabana, Cayo Coco o Isla Mujeres.

Cuando más acabado estaba, en el Carnaval de Río, me enteré de que Fraga había nombrado a Aznar como su sucesor. En cuanto vi la foto de aquel señor bajito, con la raya a un lado y un bigote ramplón me entró un no sé qué, y llamé a Carlo Mô a su casa.

Su padre, que era más gamberro que él, me contestó:
—Está haciendo el mimo en la Rambla de Barcelona. Lleva seis días allí, perfeccionando el estilo.
—Pues dígale que cuando acabe le haga una gran putada a Gila, que se la merece.
—¿Puedo hacérsela yo?
—Bueno, si Carlo Mô va a seguir mucho tiempo de mimo, la puede hacer usted.
—¿Cómo? Es Piedrahita, que no calla con la mierda de las pilas de petaca...
—Llévelo a la playa, que allí hay arena para que se distraiga.
—Me da usted una idea... ¿Entonces puedo hacerle yo la putada a Gila?
—Sí, sí, pero que sea gorda.

Y a las pocas semanas vi que Televisión Española anunciaba un programa de Gila. “Pues vaya con la putada”, pensé, “menudo pardillo el padre de Carlo Mô”. Mi pareja me intentó disuadir de verlo, pero la maté de un estornudo muy cargado y vi su programa.

“Coño”, me dije ante el cadáver descuartizado de la madre de mis hijos, “pero si es el show del tanque y el seiscientos. ¿Cómo es que lo han repetido?”.

Al cabo de quince días, otra actuación. Me cargué a mi suegra que vino a investigar por qué su hija ya no le colgaba el teléfono, y el mismo espectáculo.

Así, durante dieciocho años. Cada dos por tres reponían lo mismo de Gila.

A tanto llegó el asunto, que en la casa se me acumulaban las tumbas, y algunos muertos ya habían pasado al segundo piso (y los vecinos creyendo que les habían salido unos espíritus en el techo). Por eso le pedí al padre de Carlo Mô que parara. Me dijo que era imposible, que estaba todo programado para los próximos años y que las cosas de palacio iban despacio. Además, su hijo le había dicho que quería ser clown y ante su ignorancia se había propuesto vivir en Inglaterra quince años para saber inglés.

Así fue que todo el mundo pensó que Gila sólo tenía un chiste, y era incapaz de actuar sin un teléfono. Con el tiempo, alguien de la tele descubrió el mecanismo y lo desactivó. Entonces Gila ya no pudo hacer nada para reinstaurar su fama y le tocó amargarse los pocos años de vida que le quedaban en antros como el Hotel Meliá de Tahití y lugares de esa calaña.

¿Si me hizo feliz la venganza? Yo creo que no. Menos mal que me sobrepuse y empecé a trabajar en un banco como cajero, me casé en segundas nupcias, cumplí con la sociedad con treinta años de cárcel y, en fin, me hice un hombre de bien. A fin de cuentas, si no llega a ser por aquel enfado en San Xenxo ahora quizá estaría recorriendo España con mis monólogos como el pobre Piedrahita, o convertido en payaso como Carlo Mô, o lo peor de todo, matándome a mojitos en cualquier playa caribeña. Gracias Gila.

La alianza de la sangre

Qué difícil lo tuve para mostrarme impasible ante las advertencias de mi mujer. “Javier, este chico va a salir del armario el día menos pensado”. Así estuvo tres o cuatro meses. Obviamente, a mí no me interesaba debatir el tema sobre la condición de nuestro hijo Javi. Como comercial del ramo sanitario que soy, me las compuse bien para librarme de la charla alrededor de la mesa redonda de la cocina. Para lograrlo sólo tuve que apelar al derecho a la intimidad. Al principio, iba sorteando los obstáculos como un ciego en los 200 metros valla. Muchas veces me llevaba por delante incluso las líneas de la pista hasta que conseguí convencerme de que aquel asunto distaba poco de mis problemas (iniciales) de conciencia en cuanto a la donación de órganos. En los casos en los que me tocaba mandar un equipo a un hospital de dudosa ética para recoger, digamos, un riñón; siempre me decía a mí mismo: vamos a salvar una vida. Las primeras veces no funcionaba, e incluso notaba cierta animadversión a mis jefes, pero pronto aquel mensaje, casi un mantra, se instaló en mi cerebro. Lo importante es que voy a ayudar a salvar una vida. De dónde proceden el hígado o la córnea, a mí no me interesa.

Relacionando mi experiencia profesional, supe domar el toro salvaje y hacer que el problema se desvaneciera. O eso creía. Cuando menos me lo esperaba, Javi decidió ventilar su armario en las narices de su padre. Mi mujer se había ido de compras a París con unas amigas, y se suponía que yo tenía muchísimo trabajo, aunque la realidad es que había quedado con mis amigos del club para ver un Barcelona Real Madrid en mi casa. Todo estaba bien atado. Javi se quedaría en casa de un amigo del instituto. Sin embargo, el plan empezó a torcerse desde el justo momento en el que lo vi entrar en la cocina apesadumbrado. Yo estaba leyendo el periódico, sección de economía, en la mesa redonda. Hacía un sol espléndido y por eso había corrido las cortinas. Tanta luz me molestaba al leer los diminutos números de las tablas de los índices bursátiles. Todo iba bien, decía, hasta que vi a Javi con el pelo enmarañado, los ojos legañosos, dos enormes ojeras. Entonces, levanté la vista del diario y la cagué. Así, con todas las letras. Le pregunté: “¿Qué te pasa, hijo?”. Es lo último que uno debe hacer con un hijo adolescente. Antes es preferible donarlo a la ciencia o enviarlo a buscar pozos de agua en Marte. En serio, todo padre debería saberlo. Si a un adolescente le preguntas qué le pasa y detecta que estás preocupado, te traspasa el problema, porque hay otra máxima: los adolescentes siempre tienen problemas. Y una tercera: siempre son más graves que los de la gente de su alrededor.

Con tan temible panorama por delante, aunque no era del todo consciente —y de ahí mi sonrisa de papá bueno—, invité a mi hijo a sentarse junto a mí con un gesto. Retirarle la silla y levantar la vista del diario eran dos acciones que había borrado, por ejemplo, del ritual de los desayunos con mi mujer. Pero ésa es otra historia.

Allí estábamos los dos, padre e hijo. Dos Javieres ocultándonos del luminoso día para compartir un momento íntimo. La vanidad de ser padre. Uno se cree San Francisco con los animalitos del bosque. Yo había lanzado la pregunta, preocupado, pero no sabía que me iba a abrir el armario. Pensaba, ingenuo de mí, que despotricaría contra algún profesor o que me pediría dinero para un macroconcierto. Sin embargo, me disparó en la frente.

“Papá, necesito contártelo”. Las alarmas más secretas de mi sesera se dispararon al unísono. Me dolían los tímpanos, un sabor amargo inundó mi garganta y empezó a picarme la mano derecha. El niño, para colmo, mal educado por su madre, no esperó a que yo le diera paso. Simplemente, habló, y no tardó en confesarme que él era diferente a sus compañeros de clase. Dieciséis años, pensé para tranquilizarme; ya se está haciendo un hombre. Autoengaños para ganar tiempo, pero que me sirvieron. “¿Te imaginas de qué te hablo, no? Es que para mí es un palo”. “Por supuesto”, le respondí. Claro que lo sabía. Entonces, lo miré a los ojos: estaba a punto de llorar. Con todas las ganas que tenía de escabullirme, no fui capaz de hacerlo. Peligraba la armonía familiar e incluso el partido de fútbol con los amigos que habíamos pactado desde el comienzo de la liga, en septiembre. Ya sé que ahora parece un motivo insignificante, pero necesitaba aquel momento de relax. Las cosas no iban tan bien en la compañía como quería hacer aparentar. Yo mismo atravesaba una etapa de recelo por mi condición de “diferente”. Quizá fue eso lo que me hizo abrirme a mi hijo.

Por supuesto, antes de hablarle con el corazón, me intenté salir por la mediana de aquella autopista en la que íbamos a entrar. Sin embargo, la humedad en los ojos de Javi me hicieron volver a la mesa (fingía mirar algo en la nevera cuando de reojo lo volví a contemplar).

Ya está, me dije. Es el momento de la verdad. Con la determinación de un padre que conocía la experiencia de su hijo, me senté de nuevo en la mesa (esta vez mucho más cerca de Javi), le levanté el rostro para obligarlo a mirarme a los ojos y le dije: “ésta es mi historia. Puede que te ayude, puede que también sea la tuya”. Ante tal revelación, no me esperaba menos, mi hijo se emocionó y dejó soltar una lágrima al tiempo que esbozaba una sonrisa. Ya, sin marcha atrás posible, le conté este relato, más o menos verídico. Mejor dicho, era la verdad, aunque con un pelín de autocensura por aquello del pudor.

Yo no sé tú, pero en el fondo siempre sospeché la verdad: que era diferente. Sin embargo, hace treinta años la sociedad era bien distinta. Casi todo constituía un tabú. Ser diferente, por supuesto, entraba dentro de lo prohibido. Sin embargo, la naturaleza humana siempre acaba desbordando a la persona —por eso le explicaba aquello en el fondo— y cuando estaba en el último año de la universidad, un compañero se acercó a mí para hablarme justo antes de un examen.

Aquello era algo insólito. Alejandro, todavía y desde entonces es mi amigo, definía a la perfección el término de bicho raro. No se relacionaba con nadie, y el hecho de que me preguntara directamente si me apetecía escaquearme de la cena de fin de curso me sorprendió. Precisamente, aquel acto protocolario con unos compañeros a los que consideraba bastante parias e hipócritas me estaba ocasionando bastantes quebraderos de cabeza. Ya sabes que a tu padre se le presentan los mismos síntomas cada vez que se estresa. Pues ya me pasaba a los veinte años. El mismo dolor en los tímpanos, en fin, todo igual que ahora. La novedad llegó justo en aquel momento. Gracias a Alejandro sabía a qué se debía el malestar de los últimos días. Por eso me cayó simpático y le di cancha, como se dice ahora, para que me propusiera su plan alternativo.

En efecto, así lo hizo. Me propuso, quitándose unas gafas oscuras idénticas a las mías, que me pasara por el club Blues en cuanto anocheciera el mismo viernes de la cena. Tuve pocas dudas, la verdad. Así que me llevé la tarjeta al bolsillo y, misteriosamente, todos mis males se esfumaron y me salió un examen de p m (ya sé que suena ridículo, pero he evitado siempre los tacos con mi hijo).

Unas horas antes de salir hacia el club me volvieron los dolores de costumbre. Me encontraba nervioso y no me decidía ni siquiera a vestirme de un color u otro. Recuerdo, ostras lo había olvidado, que mi padre, que nunca se metía en esos temas, me dijo que la camisa negra me quedaba bien. Cómo he podido olvidarlo. Ahora entiendo cómo salí de aquel momento de duda. Lo siguiente fue mentir. En aquellos tiempos... “vale, papá, ese rollo ya me lo sé”, me interrumpió Javi. Está bien, (le sonreí porque tenía razón), sigo contando.

Me costó un poco encontrar el local. Parecía un garito de mala muerte y si el neón de la entrada hubiese sido rojo en lugar de azul, habría pensado que estaba entrando en un puticlub. Sin embargo, pasé el control de la doble entrada: un tipo enorme, entre las dos puertas, que me pidió el carné, y luego vi que, aparte de la oscuridad, aquel club era de lo más normal. Música moderna, chicos y chicas, algunos bailando, otros sentados en banquetas de madera junto a las paredes también de cerezo. En fin, se parecía bastante a los pubs irlandeses, pero sin tanta parafernalia ni televisiones ni guiris borrachos.

“¿Y qué pasó?” (Javi estaba impaciente y yo me iba por las ramas con los detalles, porque estaba reviviendo el momento). Pues pasó que vi a Alejandro en la barra y me acerqué a él. Apenas eran las nueve, pero no había comido nada desde la una, y tenía hambre, así que me llamó la atención el batido que sostenía entre las manos. Lo estaba sorbiendo con una pajita, una novedad por entonces, y parecía disfrutar del líquido viscoso rojo. Nos saludamos como si nos hubiésemos visto allí mismo la noche anterior y el tipo sonrió ante mi pregunta. Es difícil de explicar por qué, pero me parecía otro: se le veía más vivo que en clase, con su palidez y gesto amargado. Le volví a preguntar qué estaba bebiendo y me devolvió una sonrisa y seguidamente se rió. ¿Tu qué crees?, me dijo. No le respondí, porque no sabía si estaba obligado a saber la respuesta y tenía miedo de hacer el ridículo. Él me vio un poco avergonzado y no se le ocurrió otra cosa que invitarme a lo mismo.

Me gustó su espontaneidad y acepté de buen grado la invitación. Mientras el camarero me preparaba aquel batido o zumo, no sabía bien qué era, intentaba adivinar el contenido al mirar de reojo el vaso de Alejandro. En aquellos instantes me estaba felicitando por mi valentía. Antes no se decía salir del armario como se dice ahora, hijo. Creo que usó la expresión “mostrarse al mundo”. Mi hijo dio un respingo tremendo. Casi se cayó hacia atrás con la silla pegada a la espalda. Me sorprendió que no me hubiese captado hasta ese momento. Di por hecho que iba descifrando cada uno de mis mensajes en clave. Pero puede que me equivocara.

Intenté que el silencio hiciera su trabajo. Mi hijo se tranquilizó un poco. Seguramente más que yo y me pidió que continuara. ¿Seguro?, le pregunté. “Sí, papá, es muy importante para mí”. Y seguí, qué otra cosa iba a hacer.
Pues como te comentaba, Alejandro se esforzaba en que me sintiera bien y una muestra de ello es que miraba para otro lado y se preocupa por disimular que no veía mis reacciones espasmódicas ante cualquier persona que asomara la cara por el local. Por no hablar del barrido que le hice a su indumentaria, impecable, pero oscura y, en aquella época, transgresora por su corte un tanto gótico.

Entonces, llegó mi batido. Me quedé mirando el contenido y no logré adivinarlo. Aquello podría ser muy bien granadina, zumo de fresa, arándanos... No tenía ni idea. Removí la pajita, pero aquello no me ayudó. Alejandro parecía divertido y yo no quería hacer el ridículo pareciendo un mojigato, así que sorbí de la pajita aquel brebaje extraño. Como te puedes imaginar, era sangre. Al principio, pensé que vomitaría al instante, pero ante mi primer rechazo, Alejandro me ayudó a bajar la cabeza con las manos y seguí chupando. Me lo bebí todo de golpe y me sentí, hijo, mejor que nunca en la vida. (Emocionado por mi propia elocuencia, no vi el gesto de asco en la cara de Javi hasta segundos más tarde). Luego, pasar al cuarto oscuro y enchufarme a la pipa de sangre fue un placer inexplicable. Antes como ahora, teníamos prohibida la sangre humana, así que ya entonces disfrutábamos del mismo preparado a partir de sangre de animal y unos compuestos químicos que a nosotros nos sirven para ser felices, pero por desgracia no dan resultados positivos en las transfusiones. (Ya mi hijo parecía totalmente decepcionado). ¿Qué ocurre, Javi? Papá, muy bonita la fábula, pero me esperaba otra cosa de ti. ¿Qué quieres decir? Pues, se levantó muy enfadado, que no te diferencias de mamá ni del resto de la gente. No quieres ver lo que hay delante de tus narices y te inventas cuentos para... yo qué sé. Y se fue de la cocina cabreadísimo.

En aquel momento, no entendí nada. Se lo había explicado desde la sinceridad y sin embargo, se lo había tomado fatal. De nuevo recurrí a mi positivismo de siempre y pensé que, como en efecto sucedió, Javi me dejaría la casa libre para ver el partido y, seguramente, no querría hablar nunca más del tema conmigo. A fin de cuentas, yo también había tenido que bregar solo con mi salida del armario y, a día de hoy, poca gente más que mis amigos íntimos, la gente del club y mi hijo, sabían la verdad. Por eso, me relajé convencido de que había hecho lo correcto, llevé la taza de café al fregadero y saqué una dosis del sucedáneo sanguíneo del doble fondo de la nevera. Después del batido, pasaría el día durmiendo hasta que llegaran mis invitados. El partido era lo de menos. Fumar la pipa de sangre en mi propia casa con mis verdaderos amigos bien valía el enfado de mi hijo.